Lena Wiget's profile

Hans Christian Andersen

A woman’s voice closeto my ear
Said, “Why don’t youcome in here?”
“You looked soaked tothe skin”
Soaked to the skin
- Nick Cave.


Era un ruido lejano, difuso, que recordaba a un leve chapoteo. Marcelrecorrió el breve trecho que separaba el dormitorio del salón y asomó la cabezaa través del vano de la puerta. En el centro de la estancia, un viejo ataviadocon un impermeable de marino aplicaba un desatascador al suelo de parqué. Plopy plop y plop. Una y otra vez se afanaba por liberar una cañería fantasmal delobstáculo que bloqueaba el natural curso del agua. Marcel reparó entonces enalgo que se le había escapado al principio: el salón estaba inundado, y pensó:“esto no puede ser bueno para la madera”. El viejo pareció oír sus pensamientosy se giró hacia él. Pero antes de que pudiera verle el rostro, se había volatilizadoy, en su lugar, un decena de medusas traslúcidas saltaban de un lado a otro dela sala. Cuando despertó, la lluvia repiqueteaba sobre los cristales de lasventanas como dedos impacientes y el viento soplaba en rachas bruscas ydesiguales.

Aún le llevó unos minutos salir de su ofuscación y volver a ubicarse enla familiaridad del cuarto en penumbra. En el despertador electrónico de lamesilla de noche constató que eran las 6:15 de la mañana: demasiado tempranopara levantarse y demasiado tarde para reanudar el sueño. Finalmente, optó porlo primero. De una patada se quitó de encima el cobertor y enseguida se sentóal borde de la cama. Se quedó así durante unos minutos más, como si necesitaseun tiempo para volver a acostumbrarse a la posición vertical. Bostezó,carraspeó, dejó escapar un pedo sibilante, se rascó la nariz con la palma de lamano y, a tientas, buscó con el pie el refugio de las zapatillas de paño. Loque encontró, sin embargo, le hizo dudar de que en efecto hubiese regresado aeste lado de la realidad.

Si bien es cierto que no tanto como en el sueño, el suelo del cuartotambién estaba húmedo y frío, y no eran sus zapatillas las que le aguardaban alpie de la cama. Se frotó los párpados como suele hacerse en tales casos: conpremura y con los índices de cada mano formando sendos garfios. Pero al abrirlos ojos, volvió a toparse con lo que ya había visto antes de cerrarlos. Elúltimo y único vestigio que aún quedaba de la presencia de Layla en la casa: unzapato desgastado que parecía observarlo con mirada lastimera y que se diríahabía pasado toda la noche al raso, sometido a la acción violenta de la lluviay del viento. Era uno de esos zapatos híbridos tan comunes ahora, a mitad decamino entre el calzado formal y el deportivo, entre el calzado de caballero yel de señora, cómodos y ponibles en cualquier ocasión. Marcel alargó el cuellodesde donde se encontraba y observó el interior. La huella de Layla aún podíapercibirse estampada en la plantilla, y a Marcel se le antojó el mapa de unarchipiélago compuesto por seis islas a la deriva. Sintió un respingo en elbajo vientre.

Es curioso que se hubiera olvidado del zapato de Layla. Con una nitidezhiriente, le vino a la memoria la escena final. Trascurría en el mismo salón enel que se había desarrollado el sueño del viejo marino y su desatascador. En unplano en picado, podía contemplarse a un hombre sentado a horcajadas sobre elvientre de una mujer. La mujer agitaba los miembros como si estuvieraahogándose. Y en efecto: estaba ahogándose, pues el hombre que tenía encima lecomprimía el cuello con las manos con toda la fuerza de la que era capaz. Él sehacía llamar Marcel y ella Layla, y llevaban juntos casi una docena de años.Marcel recordaba ahora lo frágil que le había parecido el cuello de Layla ycómo, al escapársele la vida, parecía que su cuerpo se desinflara. En los díasque siguieron al crimen, se preguntaba a menudo por qué lo había hecho y larespuesta era invariablemente: ¿por quéno? De algún modo hay que librarse de la monotonía conyugal. El zapato, porsu parte, se había soltado del pie de Layla durante el forcejeo. Pero Marcel nosabría decir por qué había decidido guardarlo en un rincón del armario delcuarto de invitados en lugar de librarse de él, como había hecho con el restode las pertenencias de la mujer.

Algunos días después, Marcel se abandonaba a un sueño sin ensoñaciones,cuando creyó percibir unos pasos amortiguados que, desde la puerta de entrada,se aproximaban hasta su dormitorio. Despertó y aguzó el oído: nada. Por unosinstantes estuvo tratando de discriminar el ruido que lo había despertado deentre todos los rumores de la noche, pero sin resultado alguno. Así que volvióa dormirse. Y apenas había conciliado el sueño, cuando le pareció oír algo querozaba contra el larguero derecho de la cama, aquel que estaba más próximo a lapuerta del cuarto. Marcel encendió la luz de la mesilla de noche y se asomó porel lado del que procedía el sonido. El zapato de Layla brincaba ante sus ojoscomo un perrillo que quisiera encaramarse al lecho. Marcel lo cogió por elcollarín y lo devolvió a su rincón en el armario, no sin antes haberlereconvenido con firmeza.

La situación se repitió cada noche a partir de entonces. Más o menos ala misma hora –pongamos entre las 4:15 y las 6:15 de la madrugada-, al ruido depasos por el corredor le seguía un riffde rasguños en el larguero de la cama, y después la reprimenda y el retorno alarmario. Hay que señalar que la rutina iba desgastando poco a poco los nerviosde nuestro protagonista. “Este es uno de los motivos por los que nunca hequerido tener mascotas o hijos”, se decía en cada ocasión. Tras un par desemanas enredados en el mismo juego, Marcel concluyó que era momento dedecidirse: o bien se deshacía del zapato por los mismos medios expeditivos quehabía empleado con su antigua dueña o bien se rendía ante sus deseos. La noche deldía 31 de octubre se despertó como siempre al oír la llamada. Se asomó por elborde de la cama y vio al zapato que le arrojaba la misma mirada suplicante queen su primer encuentro. Lo contempló un rato, con la cabeza ladeada como un animaldesconcertado, y entonces lo supo. Lo cogió entre sus manos, lo acomodó sobrela almohada y volvió a acostarse. El zapato apestaba, pero ambos durmieron sininterrupciones hasta bien entrada la mañana del día siguiente.

Por la mañana, Marcel dejó al zapato acostado y se dirigió a la cocinapara preparar el desayuno. Mientras introducía un par de rebanadas de pan en la tostadora notó una presencia a susespaldas. Se volvió y allí estaba el zapato, ajado y jadeante, con la lengüetasobresaliendo por encima del empeine. Marcel buscó un platillo en la alacena ylo llenó de leche tibia hasta los bordes, después se retiró un poco para que sucompañero de cama se acercase sin temor. Cuando lo vio distraído, se atrevió aponer en práctica una idea que venía rondándole la cabeza desde hacía algunosdías. Se aproximó por detrás y, antes de que el zapato pudiera reaccionar,Marcel hundió en él su pie izquierdo hasta el tobillo. Notó cómo el zapato seestremecía y él mismo sintió una descarga que le recorrió desde el escroto hastael foramen mágnum. Jamás había tenido una eyaculación tan copiosa.

Una vez se hubo repuesto, Marcel se inclinó para descalzarse. Lointentó de todos los modos posibles, se empleó con todas sus ganas, se sirvióde todo el utillaje que había en la casa, pero fue en vano: el zapato se negabaa soltar a su presa. Entonces se acordó de un cuento que alguien le había leídode niño. Se titulaba Los zapatos rojos.También recordó que su autor era Hans Christian Andersen. Y algo más: estabaseguro de que no acababa nada bien.
Hans Christian Andersen
Published:

Hans Christian Andersen

(e) Diego Luis Sanromán (i) Gorka García

Published:

Creative Fields